martes, 25 de enero de 2022

E P I F A N I A

 

                             E  P  I  F  A  N  I  A

 

Noche profunda en el portal de Belén, y una estrella de inusitada luminosidad, guiada por la mano del Señor, se posa sobre la Gruta Santa.

        Adentro, María y José cuidan del Niño.

        Afuera, Gaspar, Melchor y Baltasar, se apean de sus cabalgaduras.

        Es Mateo, quien así  describe poéticamente el pasaje más fantástico  de todo el Evangelio. Si algo faltaba para terminar de enamorarnos del Belén y sus habitantes, son estos Reyes Magos que irrumpen en la belleza del pesebre, montados cada uno en sus camellos y ataviados con exquisitos atuendos que rematan en sobrios turbantes sobre sus cabezas y que hablan de su singularidad.

        El tiempo se detiene en Belén de Judá, pues de aquí en adelante, el Niño recién nacido, Nuestro Dios y Señor, va a ser alabado y reconocido por todos los hombres del mundo. La gentilidad queda representada en estos tres personajes, que según muchos no eran reyes ni tampoco magos. Según Perez de Urbel, en su Vida de Cristo, nos informa que eran consejeros de los reyes, los que les transmitían la voluntad de Dios y les interpretaban los sueños. Por eso gozaban de gran influencia y prestigio.

        Atrevidamente le preguntan a Herodes, “¿Dónde está el recién nacido Rey de los Judíos?”. Todo Jerusalén se turbó. Los sumos pontífices le señalan el pequeño poblado de Belén y los dejan ir.  Pero a mí se me ocurre, sin ningún asidero bíblico,  que la policía secreta de Herodes, que los debe haber seguido  a prudencial distancia, ante la pobreza y sobriedad del pesebre, desechan la idea de que en ese mísero establo pudiera nacer un Rey de nada.

 

        Lo que si sabemos, es que venían de Oriente, esto es, todo lo que esta al otro lado del Jordán, por tanto no pertenecían al pueblo elegido. Según Benedicto XVI, están siguiendo los pasos de Abraham que ante el llamado de Dios se puso en marcha. Por eso dice nuestro Papa Emérito, que son precursores de los buscadores de la verdad, propio de todos los tiempos.

        Transcribo textualmente a Benedicto, que en su Infancia de Jesús nos ilustra magistralmente: “…los sabios de oriente son un inicio, representan a la humanidad cuando emprende el camino hacia Cristo, inaugurando una procesión que recorre toda la historia. No representan únicamente a las personas que han encontrado ya la vía que conduce hasta Cristo. Representan el anhelo interior  del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al encuentro de Cristo”.

        Nos dice Mateo, (Mt 2,2) que emprendieron el camino siguiendo una estrella. Es su fe la que los pone en camino, pues solamente hombres de profunda vida interior pueden recibir tal moción. José Luis Martin Descalzo nos dice que ningún humano emprendió aventura más loca que la de estos tres buscadores y se pregunta, como pudieron entender que esa estrella hablaba de nuestro Salvador.

        Habría que preguntarse también, si sufrieron el desencanto de no encontrarse con la majestuosidad de un Dios todopoderoso. Pues todo en el Portal respira sencillez y señorío, muy lejos de la ilusión de un trono majestuoso.

        Pero el Niño Dios toca el corazón de los Reyes, que se  arrodillan en adoración, reconociéndolo como el Hijo de Dios. El Señor una vez más, con su estilo suave y manso, les hace saber que Él es bondad  pura, misericordia infinita. Les hace ver que Él es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios Verdadero. El rostro de María irradia un brillo indescriptible y José a su lado nos habla de la humanidad de Cristo.

        Gaspar, Melchor y Baltazar dejan sus ofrendas: oro, incienso y mirra. No lo entienden muy bien, pero han encontrado al Verbo Encarnado, a la Segunda Persona de la Trinidad Santísima. Queriéndose quedar, emprenden la vuelta.

        Lo hacen por un camino distinto para proteger al Niño. Los dromedarios van dejando sus huellas en el camino de regreso a Oriente. Pero también dejan sus huellas, en nuestros corazones y en nuestra imaginación en la que intentaremos siempre volver a encontrarlos, más allá del silencio evangélico. Necesitamos encontrarlos para enriquecer nuestra oración personal, reafirmar nuestra decisión de encontrarlo a Jesús tal como ellos lo hicieron, en el encantamiento del Pesebre, en manos de María y José.